Desespero, en su hogar, acecha. Busca encontrarnos, a veces para siempre. Su casa está compuesta de espejos, niebla y ratas. Allí Ella, pesada, desnuda, con grandes mamas flojas, camina, observándonos, acompañándonos. Mirarle la cara a Desespero es siempre como mirar al propio rostro, pero con la sorpresa de encontrarnos extraños a nosotros mismos. Febril o vacua, nuestra mirada, cuando Desespero está cerca, no parece nuestra.
Ayer, esto quiere decir, antes, hace mucho, aunque recién me doy cuenta, Desespero me abandonó. Una ligereza inusitada, un sentir huecos mis huesos, gallardos mis pasos, me lo vino anunciando. Pero no fue hasta que encontré mi propio rostro en el espejo, que lo supe. Desespero se ha ido. Y una enorme necesidad de llorar abrazada a las mantas mientras llueve afuera se me vino encima. Un sueño enorme, relajadísimo, me invadió los ojos. Puedo volver a pretender estar triste, mientras las mantas tibias me rodean, mientras la lluvia tibia me protege. Como antes.
Igual, abandonar a Desespero es extraño. Tu rostro, luego de haber permanecido tan ajeno, es similar al rostro de alguien amado, perdido y vuelto a encontrar. Su hallazgo está presente en cada mueca, en cada línea. Ni a él, ni a mi piel, que sola ruega a por sol y brisa y helados, como un cachorrito humano, he sabido mirar con la debida atención, con el debido cuidado.
Hoy, la necesidad de descansar no contempla en ningún resquicio dormir. (Desespero, sentada sobre mi pecho, se encargaba de hacerme padecer el sueño). Hoy, la necesidad de vida me tiene caminando, temerosa, buscando el afuera. Sigo preguntándome si mis pasos son firmes. Y esa sola pregunta ocupa mi cabeza, sin necesidad de futuro ni pasado, esa sola inquietud avanza con mi día, ansiando tan sólo este presente. Hoy, Desespero se ha ido, y yo puedo avanzar conmigo misma.
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