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Están ahi, en hilera, debajo del espejo. Los tienes rosados, verdes, con diseños bonitos y otros no tanto. Están los viejos, los de plata falsa, los de plata apenas verdadera. Casi todos poseen una función exacta, asignada y designada en función de su forma, color y tamaño, casi todos existen para el servicio del diario vestir y el diario acomodarse.
Y también están, ahí, expectantes, los aretes para llorar. Ávidos, te esperan, su turno no es algo que deba tomarse con excesiva calma. Están ahí, a tu servicio, sólo debes estirar la mano y alcanzarlos.
Y llorar, por supuesto, contra todo pronóstico, observando cuidadosa cómo el ámbar de tus lágrimas se refleja de modo exacto, casi verdadero, en el ámbar de sus gotas. Igualándose ellas, hasta que el rostro se refresca y la de aretes exige, con toda suavidad, una taza de té, y mucho azúcar.