Las hormigas aparecen todos los años en mi cama, y no están anunciando lluvia. Las sábanas cubiertas de su ansioso moverse me empujan a destinos inverosímiles, desde hace ya mucho tiempo. Como un ritual inesperado: así ellas me empujan a mudar mi cuerpo de colchón. Aunque las circunstancias varíen, a pesar de que el espacio físico donde duermo, a veces, no cuente con un plan secundario, aunque no siempre (lo sabemos) haya otro lecho que te espere, aún así ellas deciden invadirme.
Quizás persiguen mi olor. El lento rezumar del cuerpo que cambia y se diluye, que tal vez posee una nota en especial atractiva, una vez cada año, en un ciclo por demás conjetural, insospechado. Acaso ellas beben de mí algo que yo no me sé.
Igual, no puedo evitar pensar en dos destinos: ese día posible donde me pierda definitivamente, y me abandone al lento gritar de quien ve hormigas salir de sus ojos, delirante de soledad y copas. O el de acabar llevada por las reales, marrones y chicas, como quien arrastra al último de una dinastía. Y cada año mi inquietud se acrecienta, ¿cuál será pues, el punto final de estas periódicas apariciones? ¿Cuál mi destino?
domingo, marzo 26, 2006
lunes, marzo 20, 2006
El perfume
El perfume es la primera medida de mi tiempo. Sobre los recodos de mi piel, como quien imita el silencio de mis células, el rumor de mis huesos al cambiarse a sí mismos por otros; lentamente: así los vapores con mi esencia envuelven y marcan mi paso por los días. Es en vano tratar de acelerar su uso, después de cierta cantidad, inevitable, el aroma me satura. Inútil agotar mi frasco en unos días, absurdo también
-aunque más común- guardarlo y reservarlo, como quien vive un día sí y el otro no. Quizás, cuando el momento llegue y el recipiente esté vacío, me atreva a cambiar de perfume.
No se extrañen. En mi esencia está el creer que la gente cambia, aunque el proceso sea tan lerdo y delicado como la lenta gestación de un frasco de fragancia. Algunas notas permanecerán –no deseo negar quien soy- otras se adecuarán a la madurez de mi propio cuerpo. Así, hasta que la vida decida dejarme seca, como la botella a la que no se le puede extraer ya nada, ni siquiera una parsimoniosa gota.
-aunque más común- guardarlo y reservarlo, como quien vive un día sí y el otro no. Quizás, cuando el momento llegue y el recipiente esté vacío, me atreva a cambiar de perfume.
No se extrañen. En mi esencia está el creer que la gente cambia, aunque el proceso sea tan lerdo y delicado como la lenta gestación de un frasco de fragancia. Algunas notas permanecerán –no deseo negar quien soy- otras se adecuarán a la madurez de mi propio cuerpo. Así, hasta que la vida decida dejarme seca, como la botella a la que no se le puede extraer ya nada, ni siquiera una parsimoniosa gota.
martes, marzo 14, 2006
También en Rapa Nui
Hotu Matua no se imaginó que iba a morir allí, cuando la tormenta lo depositó en sus arenas. Los doscientos polinesios en éxodo que conformaban su desesperado séquito, tampoco.
Nadie se imagina dónde exactamente va a morir, ni qué obsesiones heredarán sus hijos.
En Rano Raraku, decían que tan absurdo como saber el futuro, era pretender adivinar a dónde miraban los moais. De espaldas al mar, nueve cientos de éllos miraban al cielo, las orejas largas, escuchando el gemir de quienes los esculpían, en la absurda cantera de Rano Raraku.
Cuando el hambre pudo más que la costumbre, los Orejas Cortas mataron a los Orejas Largas, y tiraron a los moais de bruces al suelo, con los ojos arrancados. Ese fue su triunfo, después de haber hecho, hambrientos, un moais por año. Por casi mil años, Hotu Matua, tus hijos marcaron su encierro y tu obsesión.
Después, el mundo no se hizo esperar mucho. En botes llegaron para tomar a sus mujeres, para secuestrarlos, para llevárselos y devolverlos con lepra o sífilis. Casi al final, volvieron al curioso número de doscientos.
Así pasó en Rapa Nui, isla pequeña, en el abrir y cerrar de ojos de un milenio.
Nadie se imagina dónde exactamente va a morir, ni qué obsesiones heredarán sus hijos.
En Rano Raraku, decían que tan absurdo como saber el futuro, era pretender adivinar a dónde miraban los moais. De espaldas al mar, nueve cientos de éllos miraban al cielo, las orejas largas, escuchando el gemir de quienes los esculpían, en la absurda cantera de Rano Raraku.
Cuando el hambre pudo más que la costumbre, los Orejas Cortas mataron a los Orejas Largas, y tiraron a los moais de bruces al suelo, con los ojos arrancados. Ese fue su triunfo, después de haber hecho, hambrientos, un moais por año. Por casi mil años, Hotu Matua, tus hijos marcaron su encierro y tu obsesión.
Después, el mundo no se hizo esperar mucho. En botes llegaron para tomar a sus mujeres, para secuestrarlos, para llevárselos y devolverlos con lepra o sífilis. Casi al final, volvieron al curioso número de doscientos.
Así pasó en Rapa Nui, isla pequeña, en el abrir y cerrar de ojos de un milenio.
sábado, marzo 11, 2006
pequeño cuento de terror a las diez de la mañana
Toda la noche soñé contigo. Entero, hermoso, como siempre pude verte. Eras tan fuerte que no te permitían jugar con los otros porque podías hacerles daño, tan especial que podías volar, y cómo lo hacías. Comenzábamos el sueño conmigo dispuesta a saltar, a dejar la cama para salir aunque estuviese durmiendo, con ese nervioso corazón que te esperaba y tú también, con “eso” haciendo eco ligeramente en tu voz. Después, el clima alrededor se hizo frío, apenas luminoso. De la nada tus problemas empezaron a aparecer y en los sueños los líos se hacen tramas, armas, imágenes feroces: tú querías cortarte los brazos, las piernas, cortarte y abandonarlo todo, vender tu alma y recostarte a amar a otra, alguna que deseara estar contigo, nunca yo, yo condenada a mirarte porque era tu amiga, acompañando lo que fuese aquello que te hacía tanto daño, despertando para sentir que nunca te había mirado tanto, amado tanto. Y de pronto, tu suicidio. Yo llevaba trenzas y me había peleado con mi padre por ser desconsiderado al opinar sobre tu muerte, cuando en realidad y como siempre la equivocación era mía por malinterpretarlo. Serenas, fumando en un salón cerca de una piscina que antes no existía, mujeres me explicaban que primero te tiraste a la piscina sin avisar a nadie y que te sacaron, que ya hacía un par de días que estabas inestable, que te encerraron en un cuarto para serenarte y tú... aprovechaste algún descuido para acabar, ahogado y fuera de esta vida. Entre mis lágrimas, atiné a balbucear, con esa lógica del ensoñar, que alguien al menos te había sabido mirar con ojos llenos, alguien que te deseaba en las noches y quería entender todos tus tiempos. En mi arrebato no supe detenerme un segundo y observar, segundos antes de la opresión en el pecho, del agitado abrir los ojos, que en el fondo...ya había aceptado tu muerte. El despertar se me hizo paralizado, imposible por su inercia, desde ese entonces.
sábado, marzo 04, 2006
una pequeña historia
Aquí en Alasia, en la zona liberada, hubo una aldea y un castillo sobre el muro de roca. El nombre no es importante, pero, irónicamente, era de mujer. La aldea era grande y las mujeres se levantaban a la mañana cantando –siempre supimos cantar para ocultar nuestras desventuras- tempranito, antes que los hombres. Antes que el sol. Recolectaban leña, buscaban agua lejos, rezaban oraciones, cuidaban a los chicos, preparaban la comida, soportaban los golpes. Mucho caminaban. En el castillo había un solo hombre y varias esposas. Ellas debían pelear por los derechos de sus hijos, soportar las rencillas internas, compartir al dueño de la aldea. Todas ellas eran nuestras madres y nuestras abuelas. Hace 15 años, los hombres de la aldea partieron para una de las muchas guerras absurdas que ellos hacen. Quedaron sólo algunos soldados, salvajes, y el dueño del castillo. Estos soldados comenzaron a desarrollar un gusto por la violencia, por el abuso, que desgastó la mente sumisa de nuestras mujeres. Cuando ellas querían ir a por agua, un soldado las obligaba a desnudarse, cuando una se alejaba sola por leña, tardaba más de la cuenta en regresar, y volvía llorosa y dolida. Comían a los animales, dejándolas famélicas, hasta que aprendieron a comer solamente frutos de la tierra. Así fue, no ha sido ni será la primera vez que hombres vejaron a mujeres de este modo.
Las mujeres entonces se reunieron en asamblea y pidieron una plática con el dueño del castillo. Fue la comisión a hablar con él y le plantearon, humildes, que los soldados cesaran de abusarlas. El señor nunca entró en razones ni les hizo caso. Se burló de ellas, las maltrató, las amenazó y las corrió. Al otro día los soldados las abusaron con saña renovada. No hay otra palabra para esto que explotación.
Las mujeres se reunieron otra vez e hicieron cuentas. De un lado, estaban cientos de mujeres, con unas cuantas leguas de malas tierras, llenas de piedras, secas.
Del otro lado estaban un puñado de hombres armados, y un lugar con buena agua, con animales. Hicieron cuentas, nuestras madres, y supieron que en la guerra no podrían solicitar justicia que no viniera desde ellas mismas.
Llegó entonces, a esta aldea, una anciana. Pobre como ellas, desvalida como ellas, pero algo bruja. Brujas son apenas las que saben de yuyos que curan y de palabras que salvan. Habló en noches de luna sobre rebeldía y organización, mitigando los miedos. Las mujeres reconocieron que lo que ella decía era secreto y que había que cuidarlo. Ella caminaba de noche, hablaba de noche, se aparecía de noche. Algunas temerosas creían que era una djinn, una curiosa mezcla de Lilith y demonio. Pero sólo era una mujer como nosotras, acaso más sabia, más dura. Quienes la escucharon esa vez, antes de la hora donde los hombres se despiertan, dijeron que estaban de acuerdo. Supimos que había caminado otras noches, en otras aldeas, en otras madrugadas. Supimos que la rabia y la indignación eran de muchas. Muchas, pero por una vez, decididas en colectivo. Yo la conocí, y le conté la historia de Lilith, la mujer hecha a semejanza del hombre, que decidió salirse de los planes de su dios y su paraíso. Ella se rió cuando le dije que ella se fue porque quería hacer el amor arriba. Entre sus arrugas, sus ojos brillaron como dos perlas negras, sus mejillas siempre se arrebolaban como las de una niña. "Sabes, Vocera, ya va siendo hora de que las mujeres estén arriba."
Como ella hubo entonces decenas de compañeras, de líderes naturales en sus aldeas, abandonadas de todo hombre. Ellas también decían que era la hora de las mujeres arriba. Era el año 2005, hicimos entonces una consulta, y se votó la rebelión.
El año del 2006 se nos fue en preparativos. Llegó el mes de las tormentas. Nuestras mujeres se levantaron, cantando, pero no a seguir recibiendo golpes, sino a darlos. Emborracharon a los soldados y les robaron las armas, algunas murieron, pero lograron replegarse hasta una zona segura.
Todas se replegaron entonces. Sabemos de la capacidad de estos hombres para luchar y enfrentarse, pero también sabemos del miedo que una mujer fuerte inspira. Por eso nos temen. El 2007, tomamos esa primera aldea, junto con el castillo empotrado en la roca.
Las mujeres de ese jefe nos ayudaron, y decidieron quedarse con nosotras. Después pasó lo que pasó, y vosotros sabéis, habiendo sido parte de esta nuestra lucha.
Todas las fincas en esta zona fueron recuperadas y, después del 2007, sus tierras fueron repartidas. Entonces las mujeres se reunieron y volvieron a hacer cuentas, no de justicia esta vez, sino de muertas.
Nuestros nombres no serán aquellos de la muerte, sino los de la lucha.
Las mujeres entonces se reunieron en asamblea y pidieron una plática con el dueño del castillo. Fue la comisión a hablar con él y le plantearon, humildes, que los soldados cesaran de abusarlas. El señor nunca entró en razones ni les hizo caso. Se burló de ellas, las maltrató, las amenazó y las corrió. Al otro día los soldados las abusaron con saña renovada. No hay otra palabra para esto que explotación.
Las mujeres se reunieron otra vez e hicieron cuentas. De un lado, estaban cientos de mujeres, con unas cuantas leguas de malas tierras, llenas de piedras, secas.
Del otro lado estaban un puñado de hombres armados, y un lugar con buena agua, con animales. Hicieron cuentas, nuestras madres, y supieron que en la guerra no podrían solicitar justicia que no viniera desde ellas mismas.
Llegó entonces, a esta aldea, una anciana. Pobre como ellas, desvalida como ellas, pero algo bruja. Brujas son apenas las que saben de yuyos que curan y de palabras que salvan. Habló en noches de luna sobre rebeldía y organización, mitigando los miedos. Las mujeres reconocieron que lo que ella decía era secreto y que había que cuidarlo. Ella caminaba de noche, hablaba de noche, se aparecía de noche. Algunas temerosas creían que era una djinn, una curiosa mezcla de Lilith y demonio. Pero sólo era una mujer como nosotras, acaso más sabia, más dura. Quienes la escucharon esa vez, antes de la hora donde los hombres se despiertan, dijeron que estaban de acuerdo. Supimos que había caminado otras noches, en otras aldeas, en otras madrugadas. Supimos que la rabia y la indignación eran de muchas. Muchas, pero por una vez, decididas en colectivo. Yo la conocí, y le conté la historia de Lilith, la mujer hecha a semejanza del hombre, que decidió salirse de los planes de su dios y su paraíso. Ella se rió cuando le dije que ella se fue porque quería hacer el amor arriba. Entre sus arrugas, sus ojos brillaron como dos perlas negras, sus mejillas siempre se arrebolaban como las de una niña. "Sabes, Vocera, ya va siendo hora de que las mujeres estén arriba."
Como ella hubo entonces decenas de compañeras, de líderes naturales en sus aldeas, abandonadas de todo hombre. Ellas también decían que era la hora de las mujeres arriba. Era el año 2005, hicimos entonces una consulta, y se votó la rebelión.
El año del 2006 se nos fue en preparativos. Llegó el mes de las tormentas. Nuestras mujeres se levantaron, cantando, pero no a seguir recibiendo golpes, sino a darlos. Emborracharon a los soldados y les robaron las armas, algunas murieron, pero lograron replegarse hasta una zona segura.
Todas se replegaron entonces. Sabemos de la capacidad de estos hombres para luchar y enfrentarse, pero también sabemos del miedo que una mujer fuerte inspira. Por eso nos temen. El 2007, tomamos esa primera aldea, junto con el castillo empotrado en la roca.
Las mujeres de ese jefe nos ayudaron, y decidieron quedarse con nosotras. Después pasó lo que pasó, y vosotros sabéis, habiendo sido parte de esta nuestra lucha.
Todas las fincas en esta zona fueron recuperadas y, después del 2007, sus tierras fueron repartidas. Entonces las mujeres se reunieron y volvieron a hacer cuentas, no de justicia esta vez, sino de muertas.
Nuestros nombres no serán aquellos de la muerte, sino los de la lucha.
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