Una escribe un cuento y el momento de su compleción es similar al de la presentación de un plato culinario. El plato tibio, la salsa cuidadosamente dispuesta, la pieza principal al centro, el remate de hierbas airosamente sobre la guarnición de turno. Una escribe un cuento, e inmediatamente quiere convidárselo a todo el mundo: presentarlo y servirlo, todavía tibio, todavía emitiendo su fragancia. Al par de días, sin embargo, el recuerdo de su prosa se hace borroso. Una se llena de dudas, como cuando nos asalta la pregunta de si la salsa de ese plato pasado ligó como debía. Si se abre el refrigerador del recuerdo, el resultado es nefasto. Ninguna confección aguanta, por principio, más de cuatro días. La salsa pierde su color original, la pieza apesta. En el caso del relato, el proceso es idéntico. Los detalles son superfluos, la ilación resulta pobre. Asqueada, dan ganas de tirarlo todo, soporte incluido. Es en ese momento cuando irrumpen los amigos, a detenerte. Que el plato estuvo bien, que en su momento la salsa cuajó con el acompañamiento, que la sensación despertada fue gratificante. Y una no les cree, no puede creerles. Pero, y en esto radica la salvación, para no decepcionarles, no se arrojan los restos visibles de la obra. Una los congela, los entierra en un lugar alejado de la vista y el olfato. Guarda, por así decir, la receta (Aunque esto no es correcto, un cuento nunca, nunca, se hace siguiendo con receta, más bien es el fósil del cuento lo que se preserva).
A veces, una los des-destierra, los atrae hacia sí de nuevo, probando otra vez –jugando a ser ajena al preparado- los sabores y tonos del constructo. Si pasa, si una puede tragar, sin soltar una lágrima, si se digiere, una se reconcilia. No siempre es el caso. A veces la degustación es insalubre, deja un regusto terrible a innecesario. A ésos, como al plato rancio que supo permanecer mejor en el recuerdo, lo mejor es tirarlos. Por el bien de todos, vale arrojar ciertas creaciones a la basura.
Sólo así, el alma ligeramente aliviada, puede una ensayar de nuevo, apilando en alacenas oscuras lo que el tiempo dirá si supieron ser preparaciones, acaso felices, o testimonios semi-amargos del acierto o el fracaso.
jueves, noviembre 30, 2006
viernes, noviembre 24, 2006
vacíos que se resisten a ser llenados
Una mujer desnuda se trepa a un vaso de licor, su sexo diminuto se ve agigantado a través del vidrio. Morena, la cabellera al viento, sus piernas extendidas rodean el vaso, sus brazos presionándolo, lentamente asciende hasta el borde. El vaso es pequeño, ancho de base y amplio de copa, no es sencilla su tarea pero ella persiste, asciende. Misteriosa ¿Porqué asciende por el vaso de licor? ¿Qué busca? Acaso desea ahogarse. Saltar como en una piscina, hundirse, dejarse llevar y ser bebida. Acaso busca diluirse. Como una gota que es llorada por el cielo y va hasta el mar. La mujer ignora mis preguntas y continúa, ya está por llegar, se impulsa y salta, como una rana de piel clara a un pozo oscuro. Es efervescente, y produce espuma en su caída. Se hunde, vuelve a salir, sobrenada, juega con el líquido. No sé si bebérmela ¿Quién soy yo para consumir mujeres de botella? Exacto, no soy nadie. Aún así lo hago, y sus pies son lo último que paladea mi garganta, sobre mi lengua siento sus dedos diminutos, su cabellera, la trago entera, y extiendo el brazo para que otros escancien lo que sea. Otra mujer se materializa por el vaso -a estas alturas ya son líneas sucesivas de mujeres- y al devorarlas apenas siento el leve crujir de sus rodillas. Ay, suicidas, ¿Quién soy yo para negarme a consumirlas? Exacto, no soy nadie, y por eso brindo con vosotras.
lunes, noviembre 20, 2006
Murakami me saluda
Murakami me saluda, deferente, estoy paseando cerca de un lago y él anda en bicicleta. Acabo de dejar a Rosalba sonriendo, chispeante como su inteligencia, la boca roja, los aretes largos, la pose atenta, sé que estará bien y cómoda centre los otros escritores, Rosalba es así. Yo no estoy cómoda, y por eso he decidido salir a tomar el fresco. Murakami está de acuerdo conmigo. Puesto que no se decide aún a entrar, desciende de la bicicleta y se dispone a acompañarme. Así, agarrados ambos del manubrio, conversamos. Nada en especial cruza nuestras bocas: el clima, los otros escritores, la anfitriona. Siento que le agrado, y eso me llena de orgullo, como si la química entre dos personas fuera indicador de la calidad de sus escritos. Al despertar, busco a Kafka on The Shore y empiezo a leerlo. No me equivoco, los sueños como el que tuve sobre él, son para Murakami de una importancia enorme. Alejados de la casualidad, no nos separan los unos de los otros. Me abandono a su manera de observar el universo, y siento que es correcta, adentro.
Camino detrás de mi madre por el mercado, las bolsas con distintos productos se apilan a mi alrededor. Primero están los pollitos, apiñados y piando en una cerca pequeña al lado de la entrada. Luego están los camiones de papa, después los cereales y ajíes, el queso está antes de lo de las verduleras. Tomate, berenjena, cebolla, lechuga, todos compiten por atraer el color hacia sí. Antes de entrar al galpón de la carne –donde los huevos se encumbran en cartones detrás de las gallinas desplumadas y los corderos colgando de los ganchos- están los curanderos. Hierbas, canelas de 12 vueltas, conchas de algún mar, imanes con sexos diferenciados. Después, por fin, en la otra entrada, las flores. Lilas, amarillas, blancas, rosas, y moteadas. Rojas y liláceas. Dejo que mis sentidos se ahoguen en la luz de las telas y los pétalos. Invariablemente detrás de las faldas de mi madre, cargo ramos y me detengo cerca de los panes. Si mi abuela se cruza con alguna anciana conocida, le regalo una sonrisa y me alejo, antes de que se sorprenda por cuánto he crecido. Amo este lugar, y me figuro que marca mi relación con lo que me alimenta, “la vida es este mercado” le explico, “transformada, dentro mío, soy la que consume las miradas y los objetos aquí presentes, para ser”.
Murakami parece no estar de acuerdo. Vivamente le explico las delicias de este espejismo, pero él se limita a observarme. Es mi sueño, después de todo, y él no puede penetrarlo sin hacerme daño. Me esfuerzo en vano, quizás. De todos modos, japonés hasta el fin, agradece nuestra conversación y estas imágenes.
Se retira luego, y va hacia la casa donde está Rosalba. “Lo encontraré de nuevo”, me consuelo, y agito mi mano en señal de despedida.
Camino detrás de mi madre por el mercado, las bolsas con distintos productos se apilan a mi alrededor. Primero están los pollitos, apiñados y piando en una cerca pequeña al lado de la entrada. Luego están los camiones de papa, después los cereales y ajíes, el queso está antes de lo de las verduleras. Tomate, berenjena, cebolla, lechuga, todos compiten por atraer el color hacia sí. Antes de entrar al galpón de la carne –donde los huevos se encumbran en cartones detrás de las gallinas desplumadas y los corderos colgando de los ganchos- están los curanderos. Hierbas, canelas de 12 vueltas, conchas de algún mar, imanes con sexos diferenciados. Después, por fin, en la otra entrada, las flores. Lilas, amarillas, blancas, rosas, y moteadas. Rojas y liláceas. Dejo que mis sentidos se ahoguen en la luz de las telas y los pétalos. Invariablemente detrás de las faldas de mi madre, cargo ramos y me detengo cerca de los panes. Si mi abuela se cruza con alguna anciana conocida, le regalo una sonrisa y me alejo, antes de que se sorprenda por cuánto he crecido. Amo este lugar, y me figuro que marca mi relación con lo que me alimenta, “la vida es este mercado” le explico, “transformada, dentro mío, soy la que consume las miradas y los objetos aquí presentes, para ser”.
Murakami parece no estar de acuerdo. Vivamente le explico las delicias de este espejismo, pero él se limita a observarme. Es mi sueño, después de todo, y él no puede penetrarlo sin hacerme daño. Me esfuerzo en vano, quizás. De todos modos, japonés hasta el fin, agradece nuestra conversación y estas imágenes.
Se retira luego, y va hacia la casa donde está Rosalba. “Lo encontraré de nuevo”, me consuelo, y agito mi mano en señal de despedida.
martes, noviembre 07, 2006
tiempo de mudar
Un ratón duerme abrigado entre mi ropa. Cuando abro el cajón, salta desesperado y se escurre hacia la cocina. Todos sabemos lo que eso significa: es tiempo de mudanza. Pronto las macetas de mi madre se apiñaran junto a mis cajas de libros, y partiremos sin mirar atrás. Tenemos miedo, pero, como el ratón, más tememos esperar a que los eventos nos alcancen.
Miro mi rostro en el espejo, y sé que no es el mismo. Aún, sin embargo, no lo reconozco como el que será (así pasa siempre, cuando todo alrededor cambia).
No soy la única en partir. Hace días que pergeño y borroneo cartas de despedida para aquél que se me va. Como mi rostro, las líneas son indecisas, y tú no recibes nada.
Acepta esta disculpa. Cuando vuelva de la bruma sabré decir y desdecir aquello que deba ser pronunciado, si retorno
Miro mi rostro en el espejo, y sé que no es el mismo. Aún, sin embargo, no lo reconozco como el que será (así pasa siempre, cuando todo alrededor cambia).
No soy la única en partir. Hace días que pergeño y borroneo cartas de despedida para aquél que se me va. Como mi rostro, las líneas son indecisas, y tú no recibes nada.
Acepta esta disculpa. Cuando vuelva de la bruma sabré decir y desdecir aquello que deba ser pronunciado, si retorno
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