Murakami me saluda, deferente, estoy paseando cerca de un lago y él anda en bicicleta. Acabo de dejar a Rosalba sonriendo, chispeante como su inteligencia, la boca roja, los aretes largos, la pose atenta, sé que estará bien y cómoda centre los otros escritores, Rosalba es así. Yo no estoy cómoda, y por eso he decidido salir a tomar el fresco. Murakami está de acuerdo conmigo. Puesto que no se decide aún a entrar, desciende de la bicicleta y se dispone a acompañarme. Así, agarrados ambos del manubrio, conversamos. Nada en especial cruza nuestras bocas: el clima, los otros escritores, la anfitriona. Siento que le agrado, y eso me llena de orgullo, como si la química entre dos personas fuera indicador de la calidad de sus escritos. Al despertar, busco a Kafka on The Shore y empiezo a leerlo. No me equivoco, los sueños como el que tuve sobre él, son para Murakami de una importancia enorme. Alejados de la casualidad, no nos separan los unos de los otros. Me abandono a su manera de observar el universo, y siento que es correcta, adentro.
Camino detrás de mi madre por el mercado, las bolsas con distintos productos se apilan a mi alrededor. Primero están los pollitos, apiñados y piando en una cerca pequeña al lado de la entrada. Luego están los camiones de papa, después los cereales y ajíes, el queso está antes de lo de las verduleras. Tomate, berenjena, cebolla, lechuga, todos compiten por atraer el color hacia sí. Antes de entrar al galpón de la carne –donde los huevos se encumbran en cartones detrás de las gallinas desplumadas y los corderos colgando de los ganchos- están los curanderos. Hierbas, canelas de 12 vueltas, conchas de algún mar, imanes con sexos diferenciados. Después, por fin, en la otra entrada, las flores. Lilas, amarillas, blancas, rosas, y moteadas. Rojas y liláceas. Dejo que mis sentidos se ahoguen en la luz de las telas y los pétalos. Invariablemente detrás de las faldas de mi madre, cargo ramos y me detengo cerca de los panes. Si mi abuela se cruza con alguna anciana conocida, le regalo una sonrisa y me alejo, antes de que se sorprenda por cuánto he crecido. Amo este lugar, y me figuro que marca mi relación con lo que me alimenta, “la vida es este mercado” le explico, “transformada, dentro mío, soy la que consume las miradas y los objetos aquí presentes, para ser”.
Murakami parece no estar de acuerdo. Vivamente le explico las delicias de este espejismo, pero él se limita a observarme. Es mi sueño, después de todo, y él no puede penetrarlo sin hacerme daño. Me esfuerzo en vano, quizás. De todos modos, japonés hasta el fin, agradece nuestra conversación y estas imágenes.
Se retira luego, y va hacia la casa donde está Rosalba. “Lo encontraré de nuevo”, me consuelo, y agito mi mano en señal de despedida.
1 comentario:
Prueba también con Tanizaki y con Yoko Ogawa.
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