A mi bendita madre, cada cuarto creciente, le empezaban los dolores: se inflaba como un globo, la cabeza se convertía en una campana al son de las migrañas, las caderas le gritaban, la cintura se le encogía –todo intenso- hasta que a ese goteo rojizo se le ocurría aparecer, derramarse e irse, mes tras mes, año tras año.
Cómo la envidiaba: la menstruación se lleva tan bien con mi cuerpo que podría hasta no darme cuenta de que la boca de abajo está embargada en rituales sangrientos. Yo no sufro de dolores “pre”, sufro de hechos.
La veo venir cuando la luz de la luna, en creciente, toca el lavabo del baño, que es verde, y lo va destiñendo a verde pálido. Al baño le sigue la cocina, que de ser crema empieza a inundarse de un rojo fuego que me impide cortar tomates, preparar llajuas o ajíes, distinguir los pimientos de la heladera o la carne del asador. Las mangas rosas brillan a ratos, todos los cereales se camuflan, los limones hieren la vista y las bananas juegan a paisaje de Gauguin. El living comienza a levitar y los libros susurran frases que consideran importantes, si cometí el craso error de alguna vez subrayar algo, esa oración se escucha a gritos, toda la noche (ya no subrayo nada), impidiéndome el descanso con sus discusiones gramaticales y meditaciones literarias.
Deambulo entonces, con la cara larga y el pensamiento atribulado, obsesionada por el descubrimiento del que se jactaba una antología erótica respecto del amor, o el recuerdo obscuro de algún libro de terror recuperando sus mejores escenas. Peor aún, ciertos libros de filosofía y autoayuda lograban, a veces, dibujar mis ideas como suyas, proponiendo mis dudas como dogmas irrefutables y consiguiendo que al día siguiente me palmearan el hombro y me dijeran:
_Estás en “uno de esos días”, se te nota, ¿Porqué no te tomas un analgésico?.
Analgésicos quisiera yo, para los tazones en los que la leche se me pone azul, para las tortas que aparecen pegadas al techo, para el baño, que de verde pálido se destiñe a blanco y luego a nada, a mera línea por la que corren agua y cañerías de tinta china; para ese hombre que me hace el amor repitiéndome los susurros de los libros y que, con el cambio de luna, desaparece; como se van perdiendo los sonidos en la noche y el rojo vivo del cubículo donde intento cocinar, como se pierde esa certeza de saber de dónde y qué agua me viene al baño cuando los colores y muebles toman forma; volviendo al ritual normal, o desbarajuste cotidiano, que no parece ser lo que siempre fue tras esas experiencias provocadas por mis jugos y cristales mensuales.
Así cada vez, así cada mes, mientras envidio a mi madre y al resto de las mujeres en la tierra. El ginecólogo me asegura que todo desajuste es hormonal, que con el primer hijo todo se arregla, que dejas de pasar calores y sudores y que, al menos, se dará una certeza de días exactos y tranquilidad que sabe a idilio desde ya. Pero me asalta la duda. Si mi cuerpo reacciona cada vez a las hormonas cambiando mi entorno. ¿Cómo reaccionará ante el tremendo lío de alojar un cuerpo extraño? Temo, y me preocupo, no vaya a ser que genere una reacción en cadena y mañana me despierte con flores lilas surgiendo de las paredes, con luces blancas que surjan de las sombras... no quiero ser responsable de un segundo sol en los atardeceres.
Octubre del 2001
3 comentarios:
En todo caso, de un tercero: estos escritos son realmente deslumbrantes.
Me gustó muchísimo tu relato y me encantaría poder publicarlo en www.mroja.com.ar Esta página es de todas y no es de nadie. El item Marea Roja se convirtió en un espacio donde cada mujer que quiera tendrá el suyo propio para subir lo que desee y difundirlo a través de mailings que hacemos nosotros. Si te interesa la página y lo que hacemos escribime a maria@intelygo.com Un abrazo grande María
genial...
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