Le temo a los ríos, porque nunca sabré cuánto de mí se llevan consigo, cada vez que dejo correr mi mirada sobre sus aguas, o permito a mis oídos seguir su gorgoteo. No es algo nuevo en mí, todo aquello que representa esa amenaza me causa este malestar: el viento que parece escoger entre mis cabellos algo que robar, la luz de la luna cuando intenta derretirme la piel, el canto de los pájaros cuando anuncian su partida –como si con ellos también partiera algo mío- los besos ardientes del que busca llevarse mi recuerdo.
Mas mi temor principal son los ríos, su capacidad de arrebatar es casi tangible; fue mi infancia un largo pelear contra cualquier posibilidad de sumergirse, incluso de rozar esas superficies que nunca se hacen estáticas, que siempre corren, que siempre roban. Podía haberme alejado, escondiéndome en el desierto o en las suaves rocas de hielo de la Antártida, pero aquellas arenas siempre cambiantes, ese pequeño polvo que es la nieve me despertaban igual desconfianza.
Por eso, para escapar de esa ominosa sensación, vivo aquí. Algunos seres queridos han intentado disuadirme, me dicen que lo mío es apenas un banal terror a la muerte y a la decadencia, al desaparecer sin dejar huella alguna de mi paso por la Tierra. Aducen que por recogerme en esta vida interior, cuidadosa de todo lo que puede desgastarse en mi cuerpo, estoy muerta en vida y que mi segura morada no es más que una lóbrega tumba. He decidido ignorarlos, pocos son ahora los que insisten.
Yo he de quedarme aquí, amo ya este paraje frío. Las rocas que lo pueblan se asientan en láminas de granito, el agua se encuentra tan lejos que su rumor perdura sólo en alguna de mis pesadillas, poco a poco hasta esa sensación se ha ido perdiendo. He dejado de moverme, cada movimiento supone el desgaste que tanto temo provocar, siento que mi cuerpo ha aceptado esta forzada inactividad, que va adaptándose a ella. La última vez que bajé la mirada descubrí que mi tono de piel se confundía con el cenizo de la piedra. No me molesta, amo esas tonalidades grises y perpetuas. Mi destino se va forjando lentamente, concentrado en mí y en lo que me rodea. Son las estatuas lo único que seguirá habitando en esta Tierra, cuando el recuerdo de los hombres haya desaparecido.
2 comentarios:
fiuuu...la verdad demasiadas vueltas para publicar un escualido comentario...y bueno..llegue...
Mariana, el ave que para asegurar su libertad encadenó al mundo a un árbol.
vaya K, gracias por el comentario, es una historia vieja...
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